Abrí los ojos. Miré al techo. La lámpara seguía allí, aún no se había caído y en las paredes desconchadas de mi habitación se reflejaba la luz rosada del amanecer que penetraba a través de la persiana. Todo ésto me hizo comprender que me acababa de despertar y todo era como cualquier día, con la misma monotonía que ayer o anteayer. Una vez más, iba a comenzar el resto de mi vida, como lo hacemos cada día al despertar, sin darnos cuenta de la importancia que tiene.
Tal vez mi obsesión, o mi percepción desalentadora, habían conseguido que lo que en un principio era un extraño ruido se hubiera transformado en un estremecedor sonido que helaba hasta el tuétano de mis huesos. No sabía que hacer. Era un zumbido que estaba en mis oídos y poco a poco penetraba en mis sienes, y se desplazaba por mi cabeza para llegar al interior de mi mente, y quedarse ahí, y hacer que me estremeciera, y provocar que empezara a gritar, y que me tapara los oídos, en un intento de acabar con el zumbido. ¡Pero momento a momento el ruido aumentaba! Me puse nervioso. Las gotas de sudor que caían por mi frente se estaban convirtiendo ahora, en lágrimas que tímidamente brotaban de mis ojos, con un llanto entrecortado que ni siquiera mi persona oía, por el atronador estruendo que había en mi cabeza, desatado por ese sonido infernal. Mis manos comenzaron a temblar y a enrojecerse por la fuerza con que estaba presionando mis oídos, aunque no sirviera de nada.
Allí seguía yo, en medio de mi habitación, llorando de rabia e impotencia por no saber deshacerme de mi tormento, casi temblando, por el miedo a lo desconocido, y también por los escalofríos que me recorrían desde los pies al último pelo de mi cabeza. Me arrodillé; continuaba llorando, gritando y luchando por no escuchar, nada podía ir peor. Inmediatamente después de que esas palabras atravesaran mi pensamiento, una sensación extraña recorrió mi cuerpo, y sentí un aire frío en mi nuca, como si la presencia de una figura irreal hubiera soplado en mi cabeza. Me giré rápidamente intentando encontrar algo que me hiciera pensar que lo que sentí era verdad, pero no encontré nada. El ruido que estaba martirizando mi cabeza se mantenía ahí intentando enloquecerme aún más y desatando en mí una gran aflicción y desesperación a la cual no estaba dispuesto a acostumbrarme, pero ¿Qué podía hacer yo? Entonces decidí cerrar los ojos y tranquilizarme. Estaba muy cansado y fatigado por la constante lucha entre el ruido y yo, que todavía no había terminado. De repente y abandonando el deseo de tranquilizarme, me levanté del suelo, como arrebatado por un torbellino de inquietud, eché atrás el cuerpo cuanto pude para levantarme, traté de asirme al pomo de la puerta y dar voces para que me socorriesen, pero a la gente no le importaban mis lamentos ni acudían a mis gritos.
Ya no podía soportarlo más; necesitaba paz dentro de mí, pero lo que ahora allí se encontraba se parecía más a un huracán que se acababa de desatar. Estaba cansado de mirar alrededor en busca de una posible solución, que no había encontrado; pero el fruto de la casualidad apareció en mi mente ese día, e hizo que mis ojos se detuvieran en los sucios cristales del balcón. Fue entonces cuando surgió en lo más profundo de mi conciencia una voz, la cual yo no quería escuchar, me negaba si quiera a pensar lo que me estaba diciendo; pero en ese instante esa voz era más fuerte que yo y me obligaba a moverme, y me empujaba hacia el balcón. Yo no quería, pero al final paso a paso, luchando por que mis piernas no se movieran, llegué al balcón. Mis manos comenzaron a despegarse de mis oídos y poseídas por esa voz contraria a mi conciencia, que estaba dominando mi ser por momentos, subieron la persiana y abrieron los ventanales del balcón, no sin antes escuchar el chirrido de las antiguas bisagras que lo sostenían. Sin quererlo ya estaba fuera, todavía escuchando el infernal sonido que me había llevado a aquella situación. Mis piernas, aquéllas que no entendían mis órdenes, siguieron actuando por si mismas y yo intentando evitar lo que estaban haciendo, pero no podía. Entonces me contuve y permanecí callado. Apenas si respiraba por el terror mortal que surgía dentro de mí y pensaba por qué me ocurría aquello; todo era como una pesadilla espeluznante de la que no me podía despertar. Después de estos pensamientos ya me encontraba subido a los oxidados hierros que servían de barandilla. Miré abajo; quedarían unos cuarenta metros para llegar al suelo, demasiado para alguien que tenía vértigo como yo. Todo lo que sucediera ahora era irremediable; yo lo había intentado todo para deshacerme de algo que ya no sé como llamar, un ruido, un zumbido, que me acompañaba desde que me desperté, el que iba a ser mi último despertar. En ese momento mis pies se desprendieron del balcón y en un irrefrenable ataque de locura mi cuerpo saltó, sin tener en cuenta mi opinión, decidió terminar con el sufrimiento que a él también angustiaba.
Estaba cayendo, y el sonido por el que estaba yo allí, iba desapareciendo a medida que descendía. Me preguntaba porque había sucedido todo, para al final concederme ese bálsamo de tranquilidad antes de la muerte, no tenía sentido. Ahora ya no se escuchaba nada, sólo había paz en mí, pero era demasiado tarde para disfrutar de esa paz. Únicamente quedaban un par de metros para llegar al suelo y acabar con todo, cuando de pronto comenzaron a pasar por delante de mis ojos muchos momentos de mi vida, que incluso yo pensaba que ya había olvidado; pero no, hay cosas que no se olvidan, que se quedan en un pequeño rincón de la memoria durante toda la vida, hasta que llegada la hora, cuando casi he alcanzado el final, lo recuerdo todo, como si fuera un dulce caramelo que me deja buen sabor de boca. Todo está acabando, no queda nada para despedirme, sólo los centímetros finales que pasaron muy lentamente; jamás pensé que se alargarían tanto los últimos segundos de mi vida, pero me acercaba, me estaba acercando más y más, cada vez más, podía ver el suelo a un palmo de mi frente, hasta que al final... todo terminó.
Abrí los ojos. Miré al techo. La lámpara seguía allí, aún no se había caído y en las paredes desconchadas de mi habitación se reflejaba la luz rosada del amanecer que penetraba a través de la persiana. Todo ésto me hizo comprender que me acababa de despertar.