Este fin de semana pasado, estuve de nuevo en mi hábitat natural: la montaña. Y siempre he dicho que el verano allí es especial, y también la primavera, como ya os he contado aquí con anterioridad… pero definitivamente, me gusta más con frío, como ahora en otoño, o aún mejor en invierno…
El domingo no nevaba en la montaña, estaba a punto de llegar el temporal de frío y nieve, que me consta que ya esta allí, inundando las calles con un manto blanco.
¡Qué bonito! y qué especial es ese ambiente gélido de la montaña. Sí, me gusta. Lo mejor de todo es el frío, que a parte de meterse hasta en los huesos, te hace respirar un aire más puro que nunca… un aire congelado, pero que te purifica de arriba a abajo. Y esa sensación de ir con ocho capas encima, recorriendo las calles mientras el frío te corta la cara y el aliento… me encanta! ¿Me estaré convirtiendo al masoquismo? No creo…
Lo bueno de todo esto, es que aún es otoño… así que, os podéis imaginar como es el invierno en la cordillera cantábrica… Cuando me anime a ir, y esté físicamente preparado para soportar temperaturas de diez bajo cero (o más...), os lo contaré. ¿Y cómo es el otoño en la montaña? Os estaréis preguntando… porque es lo que os venido a contar, al fin y al cabo. Pues el otoño en la montaña es muchísimo peor que el invierno en cualquier parte de la mitad sur de la península. Bueno, tampoco os he descubierto nada nuevo.
El otro día, hacía relativo buen tiempo, al menos hacía sol, pero aún así teníamos cero grados. No se estaba mal… a pesar del viento.
Cada vez que vuelvo allí, siempre intento pisar de nuevo por los caminos de tierra, saltar los charcos, subir cuestas interminables, cruzar arroyos, correr por el campo… y esta vez no iba a ser menos. Los paisajes que descubrí este fin de semana, eran tan bellos como siempre… lástima que no pudiera retratarlos todos, porque se me hizo de noche, y la falta de luz me obligó a volver a casa. Me gusta pasear por los montes en soledad, alejado del escaso ruido del pueblo, imaginando lo que me espera en cada curva del camino: un ciervo, una liebre, o una ardilla encaramada a la rama de aquel árbol. Me cautiva pensar que estoy solo en ese micromundo, cosa nada difícil de imaginar, por cierto. Me encanta tener todo el aire para mí, toda la tierra a mis pies, los árboles desnudos en el horizonte, y nada que me perturbe, salvo el relinchar lejano de los caballos…
El domingo no nevaba en la montaña, estaba a punto de llegar el temporal de frío y nieve, que me consta que ya esta allí, inundando las calles con un manto blanco.
¡Qué bonito! y qué especial es ese ambiente gélido de la montaña. Sí, me gusta. Lo mejor de todo es el frío, que a parte de meterse hasta en los huesos, te hace respirar un aire más puro que nunca… un aire congelado, pero que te purifica de arriba a abajo. Y esa sensación de ir con ocho capas encima, recorriendo las calles mientras el frío te corta la cara y el aliento… me encanta! ¿Me estaré convirtiendo al masoquismo? No creo…
Lo bueno de todo esto, es que aún es otoño… así que, os podéis imaginar como es el invierno en la cordillera cantábrica… Cuando me anime a ir, y esté físicamente preparado para soportar temperaturas de diez bajo cero (o más...), os lo contaré. ¿Y cómo es el otoño en la montaña? Os estaréis preguntando… porque es lo que os venido a contar, al fin y al cabo. Pues el otoño en la montaña es muchísimo peor que el invierno en cualquier parte de la mitad sur de la península. Bueno, tampoco os he descubierto nada nuevo.
El otro día, hacía relativo buen tiempo, al menos hacía sol, pero aún así teníamos cero grados. No se estaba mal… a pesar del viento.
Cada vez que vuelvo allí, siempre intento pisar de nuevo por los caminos de tierra, saltar los charcos, subir cuestas interminables, cruzar arroyos, correr por el campo… y esta vez no iba a ser menos. Los paisajes que descubrí este fin de semana, eran tan bellos como siempre… lástima que no pudiera retratarlos todos, porque se me hizo de noche, y la falta de luz me obligó a volver a casa. Me gusta pasear por los montes en soledad, alejado del escaso ruido del pueblo, imaginando lo que me espera en cada curva del camino: un ciervo, una liebre, o una ardilla encaramada a la rama de aquel árbol. Me cautiva pensar que estoy solo en ese micromundo, cosa nada difícil de imaginar, por cierto. Me encanta tener todo el aire para mí, toda la tierra a mis pies, los árboles desnudos en el horizonte, y nada que me perturbe, salvo el relinchar lejano de los caballos…